Jorge Chávez Mijares
Locuras Cuerdas
Fue entre el 15 y el 19 de septiembre —semana laboral de almas cansadas y conciencias dobladas— cuando, en el restaurante Jose’s de la Avenida Fidel Castro, se reunió un grupo de empleados municipales con el Secretario Moctezuma, aquel que preside la Secretaría del Silencio Institucional, ese ministerio donde las palabras entran vestidas de órdenes y salen disfrazadas de favores.
Moctezuma, hombre de mirada que huele a despotismo, preguntó con su voz de trueno:
—¿Por qué demonios no han reportado las ganancias de las inspecciones?
El aire se detuvo. Las cucharas quedaron suspendidas sobre los platos, como si hasta los cubiertos temieran.
Uno de los empleados, con el alma encogida, se atrevió a hablar:
—Es que… el dueño de la pizzería anda diciendo que solo se contrate a los asesores validados por el Estado.
Entonces el Secretario tuvo un arrebato de furia tan súbito que los vasos se estremecieron.
—¡Me lo voy a chingar a ese cabrón! —gritó con esa rabia que solo tienen los hombres pequeños cuando se sienten grandes.
Otro empleado, queriendo ayudar y solo hundiendo más el aire, murmuró:
—Es hijo de la señora de la dulcería.
Moctezuma, ya con el veneno completo en la lengua, remató:
—Pues también a ella la fregamos.
Desde ese momento, como si el destino se escribiera con tinta amarga, la pizzería y la dulcería quedaron marcadas por el dedo del poder.
Pasaron los días.
En los pasillos del Ayuntamiento, los rumores caminaban con paso de fantasma. El Secretario Moctezuma, en su despacho donde el reloj solo marcaba horas de soberbia, repitió la orden ante sus cómplices más cercanos:
—Hay que cerrarles los negocios.
El director de Precaución Civil, Gustilano Sinuña, respondió con una docilidad de oveja:
—No tenemos nada en su contra, señor. Han metido todos sus papeles a tiempo.
—Entonces búscale. Siempre hay algo —dijo Moctezuma, mirando su reflejo en el cristal de la ventana, como si hablara con el eco de su propio poder.
Cerca, el titular de la Secretaría del Emprendimiento Imaginario —ese ministerio donde las ideas mueren antes de nacer— alcanzó a escuchar y lo advirtió:
—Moctezuma, no te metas con esa gente, te vas a meter en problemas y vas a meter en problemas al alcalde.
El Secretario se rió, con esa risa que no viene del pecho sino del ego:
—Me hacen los mandados.
Y así, el jueves 25 de septiembre, en el templo oscuro de la Secretaría del Silencio Institucional, se reunió la corte del abuso: Moctezuma, Gustilano Sinuña y varios empleados más.
La orden fue precisa:
—Mañana van a la pizzería y a la dulcería, y las cierran. Ya pedí refuerzos a la Policía Estatal.
—No hace falta, señor —respondió Gustilano—. La dulcería la maneja una viejita.
Moctezuma lo miró con desprecio, como quien aplasta una hormiga invisible:
—Vas con los estatales. Quiero que el pinche pizzero sepa quién manda.
—Pero la señora tiene ochenta años… —balbuceó el subalterno.
El Secretario se enderezó en su trono giratorio y, con la soberbia hecha verbo, sentenció:
—A mí un pinche pizzero no me va a complicar la vida. ¿Te queda claro?
Gustilano bajó la cabeza. En ese gesto se le notó el miedo, el de los hombres que obedecen, aunque sepan que están mal.
—Sí, jefe. Como usted diga.
La orden final cayó como piedra:
—Mañana a la una. Tres camionetas de Precaución Civil, tres patrullas estatales. Me cierran esos negocios.
El viernes 26 amaneció con un sol triste, de esos que parecen enterarse tarde de las injusticias humanas.
En las oficinas de Precaución Civil, los empleados aguardaban con un silencio de misa. Nadie quería ser el primero en hablar, porque en la frontera ya se sabe: el que habla demasiado se convierte en rumor.
A la una en punto, las camionetas arrancaron como bestias obedientes, gruñendo motores que olían a miedo y gasolina. Las torretas, apagadas todavía, parecían párpados cerrados de animales que pronto despertarían.
Desde su despacho, el Secretario Moctezuma observaba la plaza por la ventana. Tenía el gesto de un dios menor que decide quién respira y quién no. Con un tono frío, sin emoción, tomó el teléfono y llamó a su fiel ejecutor.
—¿Ya desapareciste los papeles del pizzero?
—Sí, señor.
—Pues adelante. Espero tu llamada cuando termines la encomienda.
El eco de esas palabras pareció quedarse flotando en la oficina, como si hasta las paredes supieran que lo dicho no tenía regreso. Afuera, las camionetas de Precaución Civil se alineaban como si fueran parte de un desfile del absurdo: hombres con chalecos fosforescentes, carpetas en la mano y el alma en silencio.
Fue entonces cuando un empleado, uno de esos que aún conservan una pizca de conciencia, se apartó del grupo fingiendo revisar su celular. Caminó unos pasos hacia la sombra de una pared y, con la voz temblorosa, marcó al pizzero.
—Dale para tu negocio —susurró—, el secretario Moctezuma mandó cerrar tu pizzería… y la dulcería de tu mamá también.
Del otro lado del teléfono hubo un silencio espeso, el tipo de silencio que precede al derrumbe. El empleado colgó rápido, mirando alrededor para asegurarse de que nadie lo hubiese visto.
El viento levantó polvo en la calle y, por un instante, pareció que hasta el aire había decidido ponerse del lado de los justos.
Y así, mientras el sol caía sobre la Avenida Sesta, las patrullas partieron hacia la pizzería y la dulcería.
Los vecinos cuentan que, esa tarde, un viento helado recorrió la calle, como si los santos del barrio se hubieran escondido para no mirar.
En las paredes de la dulcería, las letras del letrero parecieron perder color, como si presintieran el cierre.
Y el horno de la pizzería —dicen— apagó su flama sin que nadie la tocara.
Porque en la Frontera, cuando el poder se ensaña, hasta el aire parece firmar los oficios.
(Esta trama seguirá...)



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