Jorge Chávez Mijares
Locuras Cuerdas
Sin dudarlo acepté la petición, o ¿debo decir orden? Para asistir a un evento organizado por una administración municipal que me parece nefasta en general, pero entendí que todo en la vida tiene sus excepciones, así que llegado el momento fui.
Y bueno, en el corazón del antiguo, pero también moderno Museo del Ferrocarril de Matamoros, donde todavía parece respirarse el vapor de las locomotoras y el eco de los oficios viejos, se reunió una generación de almas jóvenes y veteranas que decidieron subirse al tren de las letras.
Fue una tarde distinta, en la que el silbido del tren —apagado desde el 6 de agosto de 2015— pareció resonar otra vez, no desde las vías de acero, sino desde las voces que tejieron su propio viaje interior: el del espíritu, el del lenguaje, el de la imaginación.
El evento, bautizado con precisión poética como “Siete Rieles, Siete Escritores”, fue una colaboración entre el Gobierno Municipal de Matamoros, que sigo pensando que es nefasto y el Museo del Ferrocarril, bajo la dirección de Ana Luisa Martínez Treviño, quien dio la bienvenida con palabras que sonaron a promesa:
“Hoy damos espacio a nuestros escritores locales, para que compartan un poco de su trayectoria y sus obras. Bienvenidos, adelante.”
Y así, como quien abre la compuerta del tiempo, la palabra empezó a correr sobre los rieles del recuerdo.
De pie, con la serenidad de quien ama los libros como quien ama el aire, José Rodolfo Espinoza, creador del encuentro, habló con humor y lucidez sobre el oficio de escribir.
Recordó la primera vez que un cuento —La Princesa Piel de Asno— lo marcó para siempre. Dijo que en los libros encontró un espejo de los mundos invisibles, “una herramienta que extiende la memoria y la imaginación”.
Luego, entre risas, confesó su aprendizaje en Guadalajara y cómo de allí trajo el formato de este encuentro literario en “U”, para propiciar la cercanía entre autores y público.
Cuando leyó un fragmento de su historia —la de un niño que ve fantasmas y se enamora de una niña del más allá—, el silencio se hizo denso, como si entre las paredes amarillas del museo alguien más estuviera escuchando, tal vez Clarita, la niña fantasma de su cuento.
Después vino Samara Jazmín del Toro, periodista y escritora, que recordó a todos que “los silencios duelen más que las palabras”.
Habló de su libro “¡Decídete! Lo que no se dice del aborto”, con una serenidad que sólo tienen las que han aprendido a narrar lo indecible.
Su voz, templada por la investigación y la sensibilidad, encendió un tema que suele quedar en penumbra: el derecho a decir, el derecho a contar.
El joven Arturo Blackmore, con su camisa clara y el tono nervioso de quien guarda una sensibilidad aguda, fue el único que prefirió hablar sentado.
Presentó su texto “Lo que el ojo calla”, publicado en la revista “delatripa”, donde mezcla humedad, carne asada y gaviotas.
Su lectura fue una postal de vida fronteriza, un pequeño realismo íntimo con olor a brisa del Golfo. Entre líneas, dejó ver su conexión con la música, esa otra forma de traducir lo invisible.
Luego habló Karina Condado González, con la firmeza de quien sabe lo que dice y la ternura de quien todavía se asombra. Contadora, lectora, escritora y maestra en finanzas, contó que su abuela fue quien primero le dijo que podría ser escritora.
A los 19 años publicó “Besos y sueños”, novela que comenzó a escribir a los 16, en la que —como pude inferir al escucharla— explora con lucidez precoz el amor adolescente a través de lo que en análisis literario llamaríamos ejercicios contrafactuales: esos “¿qué habría pasado si...?” que construyen mundos paralelos entre la realidad y la emoción.
En ella hay una nostalgia luminosa: la de quien no teme mirar atrás, ni imaginar lo que no fue.
Después llegó Rut Treviño, psicóloga, narradora y poeta. Su serenidad al hablar era la misma que proyectaba al leer un fragmento de “Amalgama de sentir”.
Rut entiende que la palabra es una forma de sanación. Su mirada, entre introspectiva y firme, recordaba que escribir también es una terapia del alma.
En su voz se mezclaban la psicología y la poesía: una amalgama verdadera entre el pensamiento y la emoción.
Tomó el micrófono Sonia Arrazolo, ingeniera, activista y autora de “Atrapasueños”.
Compartió dos microrelatos publicados por la editorial Rubín de Argentina, donde el amor se manifiesta en todas sus formas: familiar, romántico, solidario.
Con elegancia y temple, narró su tránsito del activismo a la literatura, y evocó su paso por el taller “Letras Cuánticas” del maestro Jorge Caballero, donde comprendió que escribir también es un acto de resistencia amorosa.
Cerró la jornada Andrea Trejo Rosario, la más joven del grupo: 17 años, estudiante de bachillerato, autora de “Vínculos y Monstruos” y tercer lugar estatal en el certamen La Juventud y la Mar.
Prefirió abrirse al diálogo con el público en lugar de hablar de sí misma. Su risa, su espontaneidad y su inteligencia provocaron simpatía inmediata.
Citó a Oscar Wilde y a su madre —licenciada en filosofía y letras—, como quien reconoce sus raíces sin solemnidad. Su frase final fue un manifiesto vital: “Todavía estoy joven y tengo muchas cosas por hacer, pero hago pausa y me digo, ve todo lo que hasta ahora estás haciendo.”
La de Andrea Trejo Rosario me pareció una voz de fuego nuevo, la promesa de que las letras de Matamoros seguirán encendidas.
Debo confesar que me gusto acompañar a los siete escritores ahí, en el Museo del Ferrocarril, con sus paredes amarillas, los planos antiguos y la señal de “Cuidado con el tren” en el fondo, fue mucho más que un escenario: fue una metáfora viva.
Allí donde en 1910, en plena Revolución Mexicana, se inauguró el Puente Viejo B&M, y donde el último tren cruzó el 6 de agosto de 2015, volvieron a resonar las voces, como si las palabras de estos siete escritores fuesen el nuevo silbido que despierta la ciudad dormida.
Entre el público, la emoción era visible: las miradas atentas, los celulares que querían atrapar el instante, los aplausos que sonaban como locomotoras encendidas.
Al final, me dio gusto saludar a Eduardo Villarreal de los Reyes, promotor incansable de la cultura en Matamoros y Brownsville, su presencia le dio empaque al evento.
Y Ana Luisa Martínez Treviño y José Rodolfo Espinoza entregaron reconocimientos. Pero más que diplomas, esa tarde, ya casi noche, se entregó algo más sutil: la fe en la palabra, el descubrimiento de que Matamoros también tiene vías literarias que conducen hacia el porvenir.
Querido y dilecto lector, me quedo con la moraleja de que a veces el tren de la historia se detiene en una estación inesperada: un museo, una sala amarilla, una voz joven leyendo poesía.
Allí, entre rieles dormidos, las palabras encendieron otra vez el silbido que la ciudad no escuchaba desde hace una década. Y esa noche de viernes, bajo los ecos del pasado y el rumor del futuro, Matamoros volvió a tener su tren, uno hecho de papel, tinta y esperanza.
El tiempo hablará.



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