Jorge Chávez Mijares

Locuras Cuerdas

 

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“Se nos quedaron ellos”: la danza que ilumina la memoria.

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sábado, 11 de octubre de 2025
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Querido lector, en el corazón geométrico del Parque Cultural Reynosa, obra del arquitecto Eduardo Terrazas, el arte volvió a hablar el idioma de la emoción.

Bajo las luces del Teatro Principal, y en el marco del XXXII Festival Internacional en la Costa del Seno Mexicano —organizado por el Gobierno del Estado de Tamaulipas—, los cuerpos jóvenes del Centro de Producción de Danza Contemporánea (Ceprodac) encendieron la noche del 9 de octubre con una obra en la que la coreografía a cargo del maestro Francisco Cordova, desborde de juventud y talento, originario de Guanajuato, se conjuga a la perfeccion con la direccion de la maestra Cecilia Lugo, nuestra Cecilia de Tampico y recién desempacada de Marruecos, surge esta genialidad: “Se nos quedaron ellos”.

Desde la antesala del recinto, donde los vitrales rojos parecían suspendidos en un diálogo con la arquitectura, respirábamos expectación.

Los pasillos amplios, el eco de los pasos, la penumbra que anuncia la tercera llamada: todo era preludio de un ritual. Ya en el interior del teatro principal, las butacas anaranjadas se poblaron de rostros jóvenes, estudiantes, familias enteras.

Nadie lo sabía aún, pero estábamos a punto de ser testigos de una epifanía corporal, una de esas noches en que el arte no se mira: se experimenta.

Cuando las luces se apagaron, el silencio se hizo materia. Y entonces comenzaron ellos: veinte intérpretes —diez hombres y diez mujeres—, que irrumpieron en escena como ráfagas de viento.

Juventud, coordinación, agilidad y fuerza: corrían, giraban, se elevaban y caían como si persiguieran algo invisible: la luz. A veces parecía que los focos los buscaban a ellos; otras, que eran ellos quienes guiaban a la luz, en un juego poético entre el cuerpo y su reflejo.

La música —tensa, tribal, por momentos desgarradora— marcaba el pulso de una humanidad en búsqueda. Los bailarines, vestidos de tonos oscuros que absorbían la luz y la devolvían en sombras móviles, se encontraban y se perdían, cargaban unos a otros, se abandonaban al peso y a la confianza.

El roce de sus pies descalzos sobre la madera del escenario dejaba oír un ritmo secreto, una percusión humana que acompañaba la melodía invisible.

Por casi una hora, sus cuerpos se movieron con una agilidad extraordinaria, una precisión que parecía no conocer el cansancio: músculos y respiraciones orquestadas por la disciplina.

En cierto momento de la obra las mujeres eran lanzadas al aire, sostenidas por brazos masculinos que parecían templos de equilibrio; luego, ellas mismas se liberaban, corrían, y en su fuga encontraban nuevos brazos, nuevas alianzas, nuevas metáforas, una extraordinaria manifestación de la esencia humana, de tener vida.

Era la historia de los que se quedan y los que se van, una coreografía que recordaba que toda ausencia tiene su cuerpo en la memoria. En cada movimiento se reconocía la impronta indiscutible del Ceprodac: el rigor convertido en belleza.

Sesudo lector, “Se nos quedaron ellos” transita por el territorio de la memoria, donde los recuerdos laten como mariposas obstinadas que se niegan a morir.

Habla del peso de las ausencias y de la forma en que éstas resuenan en quienes permanecen, como ecos que se confunden con la respiración del tiempo.

La coreografía convierte el dolor y la evocación en imágenes poéticas que estremecen, que parecen hechas de aire y de sombra.

Es una pieza profundamente humana que dialoga con el alma del espectador, lo conduce desde lo íntimo hasta lo colectivo, y deja claro que la danza también es un espacio para sanar, recordar y rendir homenaje a lo perdido.

En esa comunión de cuerpos y espíritus, los ausentes regresan por un instante, y el escenario se vuelve un altar donde la memoria danza con los vivos.

En el clímax, cuando las luces descendieron como columnas de humo sobre el escenario, nosotros, el público contuvimos la respiración.

Nadie aplaudía aún; todos sabíamos que estábamos ante algo sagrado. Y cuando la última nota se extinguió, los veinte intérpretes se alinearon al frente, en silencio, todos ellos comprometidos con la danza, iluminados por un azul solemne.

Entonces nuestro aplauso estalló como trueno de gratitud.

Y allí, entre ellos, apareció Cecilia Lugo, mi amiga admirada vestida de blanco, con el rostro sereno de quien ha cumplido su misión.

No miraba al público: lo abrazaba con la mirada. Era el retrato de la plenitud creadora, la satisfacción callada de quien ha hecho de la danza una forma de eternidad.

A su alrededor, los jóvenes la señalaron no como alumnos a su maestra, sino como hijos del movimiento reconociendo a la fuerza que los ha parido al arte.

En el vestíbulo, las luces volvieron a su tono de día y la emoción seguía vibrando en las conversaciones. Tuve la oportunidad de saludar a la licenciada María Esther Camargo de Luebbert, directora del Instituto Reynosense para la Cultura y las Artes (IRCA), quien asistió en representación del alcalde Carlos Peña Ortiz.

Su presencia, cálida y atenta, se acercó con la directora del Centro de Producción de Danza Contemporánea, Cecilia Lugo, para saludarla con efusividad como consecuencia emotiva de la producción recién contemplada.

Querido y dilecto lector, lo que se vio anoche en Reynosa fue la manifestación de lo mejor que hay en México en danza. Gracias al gobernador Américo Villarreal y al director del ITCA, Héctor Romero Lecanda, por este nivel de eventos.

Místicamente, y aún cargado con la adrenalina que me dejaron estos jóvenes talentos, puedo decir que en el aire del Parque Cultural Reynosa quedó suspendida una certeza: la danza no se va nunca; se queda en nosotros.

Porque cuando el cuerpo dice lo que la palabra no alcanza, entonces el arte se vuelve memoria. Y “ellos”, los que se quedaron, siguen danzando en el alma.

El tiempo hablará.

 

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